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Definiciones

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3.2 Currículo integrado.  Interdisciplinariedad:

Las razones del curriculum integrado No falta quien irónicamente declare que lo único que sirve de conexión entre las distintas clases en un centro escolar son las cañerías de la calefacción o el tendido eléctrico.
Pocos estudiantes son capaces de vislumbrar algo que permita unir o integrar los contenidos o el trabajo, en general, de las diferentes asignaturas.
La coherencia con la que se dicen que se planifican los contenidos de los sistemas educativos, es difícilmente visible por el alumnado e, incluso en ocasiones por el propio profesorado. Sea el nivel educativo el que sea. Tanto en la educación infantil y primaria como en la universidad, el principio que rige la selección de los distintos contenidos, como su forma de organización en áreas de conocimiento y asignaturas, no acostumbra a ser objeto de reflexión y discusión colectiva; se acepta como algo a priori y goza de un notable silencio por parte de la comunidad escolar, científica y laboral, al menos si tenemos en cuenta los escasos debates que provoca.
El curriculum puede organizarse, no sólo, centrado en asignaturas, como viene siendo costumbre, sino que puede planificarse alrededor de núcleos superadores de los límites de las disciplinas, centrados en temas, problemas, tópicos, instituciones, periodos históricos, espacios geográficos, colectivos humanos, ideas, etc.
Se trataría de cursos en los que el alumnado se vería obligado a manejar marcos teóricos, conceptos, procedimientos, destrezas de diferentes disciplinas para comprender o solucionar las cuestiones y problemas planteados.
Una estrategia semejante ayuda a desvelar las cuestiones de valor implícitas en las diversas propuestas o soluciones de corte disciplinar y permite constatar con mayor facilidad dimensiones éticas, políticas y socioculturales que las miradas exclusivamente disciplinares tienden a relegar a un segundo plano.
Cuando se desdibujan las intenciones y finalidades de la educación, se produce un descontento, tratando de denunciar la pérdida de sentido, la inutilidad de las propuestas educativas. Incluso aparecen pronto sospechas de que las instituciones de enseñanza están para lograr lo contrario de lo que declaran los discursos oficialistas.
Las instituciones académicas durante todo este siglo son, una y otra vez, acusadas de desvirtuar los fines más altruistas a los que se proponen servir. Así, por ejemplo, la escuela, como punto donde confluyen todas las críticas más negativas al sistema educativo, recibe los mayores ataques durante toda la década de los sesenta, hasta el punto de que un notable autor como Everett REIMER, titula una de sus principales obras con el significativo título de La escuela ha muerto (1973).
Pero, curiosamente, pese a estos diagnósticos pesimistas del currículo que se venían desarrollando en las instituciones escolares, es también en este periodo histórico (aunque hunde sus raíces en las últimas décadas del siglo XIX), cuando cobra mayor importancia el ideal utópico que pone todas sus miras en la educación como motor de transformaciones sociales.
El peso que todavía poseían a principios de siglo tradiciones como la Ilustración y el
Romanticismo contribuyó asimismo a generar un nuevo discurso acerca de los derechos y deberes de la infancia. Los argumentos psicológicos y pedagógicos se convirtieron en importantes puntos de apoyo para justificar los nuevos ideales de este “siglo de la infancia”. Las reflexiones acerca de la vuelta a la naturaleza, especialmente el pensamiento de Jean Jacques
ROUSSEAU, vuelven a cobrar fuerza para justificar una nueva educación y, por tanto, nuevas metodologías. Los ataques contra la enseñanza libresca y verbalista se utilizan para plantear y experimentar alternativas más globalizadoras.
Más próximos a nosotros en el tiempo, las críticas de los teóricos de la desescolarización, como Ivan ILLICH, contra un sistema educativo excesivamente cerrado en sí mismo, desconectado de la realidad, o en las opiniones lanzadas por numerosos pensadores acerca de la pérdida de tiempo e inutilidad de lo que se aprende en la institución escolar, sobre la necesidad de una educación más abierta, etc., vienen a ser argumentos que los partidarios de la globalización e interdisciplinariedad también recogerán para utilizar en sus justificaciones.
La defensa de un curriculum globalizado e interdisciplinar se convierte así en una de las señas de identidad más idiosincrásicas de una espacie de ideología que sirve para definir los límites de una corriente pedagógica que, aun con divergencias más o menos importantes dentro de sí, exhibe dicha defensa como una seña de identidad suficiente para distinguirse de otro gran grupo como es el de los partidarios de las disciplinas. No obstante también podemos constatar la existencia de una línea de centro en la que se alinean los que coinciden con uno u otro grupo, según el nivel educativo al que se destine la propuesta curricular y/o las características de los contenidos culturales que se trabajen.
Si algo está caracterizando a la educación en sus niveles obligatorios en todos los países, en su interés por lograr una integración de campos de conocimiento y experiencia que faciliten una comprensión más reflexiva y crítica de la realidad, subrayando no sólo dimensiones centradas en contenidos culturales, sino también el dominio de los procesos que son necesarios para conseguir alcanzar conocimientos concretos y, al mismo tiempo, la comprensión de cómo se elabora, produce y transforma el conocimiento, así como las dimensiones éticas inherentes a dicha tarea. Todo lo anterior subraya un objetivo educativo tan definitivo como es el “aprender a aprender”.
El mundo en el que nos toca vivir es ya un mundo global en el que todo está relacionado, tanto nacional como internacionalmente; un mundo donde las dimensiones financieras, culturales, políticas, ambientales, científicas, etc., son interdependientes, y donde ninguno de tales aspectos puede ser adecuadamente comprendido al margen de los demás.
Cualquier toma de decisiones en alguna de esas parcelas debe conllevar una reflexión acerca de las repercusiones y los efectos colaterales que cada una tendrá en los restantes ámbitos.
También deben ser calibradas las limitaciones y las consecuencias que se nos presentan al tener en cuenta informaciones ligadas a áreas diferentes a las ya consideradas.
El curriculum globalizado e interdisciplinario se convierte así en una categoría paraguas capaz de agrupar una amplia variedad de prácticas educativas que se desarrollan en las aulas, y es un ejemplo significativo del interés por analizar la forma más apropiada de contribuir a mejorar los procesos de enseñanza y aprendizaje.
A lo largo de la historia, y desde que este concepto hace su aparición, las razones empleadas para legitimar formas de desarrollo curricular globalizadas e interdisciplinares fueron justificadas mediante argumentos a veces exclusivamente psicológicos, en ocasiones epistemológicos, otras sociológicos, o en la conjunción de varios de ellos. En un primer momento histórico los argumentos obtenidos a partir de las conclusiones a las que llegaban las distintas psicologías del aprendizaje infantil se convirtieron en los más decisivos. Después, la  urgencia de una interdisciplinariedad como solución al enquistamiento e incapacidad de las disciplinas por comprender el conocimiento de las parcelas de la realidad objeto de su estudio, llevó a la elaboración de discursos (no tanto así de prácticas) sobre la necesidad de una investigación y educación más interdisciplinares.
En los últimos años, sin olvidar ninguna de estas dos dimensiones anteriores, un cierto y necesario pragmatismo se convierte en el eje argumental prioritario a la hora de justificar la conveniencia de currículo más globalizados e interdisciplinares.
A este respecto es útil recordar que fue precisamente John DEWEY quien contribuyó de un modo más decisivo a reconceptualizar el campo de la educación básica, subrayando la necesidad de conectar el ámbito experiencial escolar con el entorno, concebido éste en su acepción más amplia. La escuela debe hacer posible que niños y niñas reconstruyan la experiencia y el conocimiento característicos de su comunidad. En 1897 J. DEWEY escribía en
Mi credo pedagógico que “la escuela debe representar la vida presente, una vida tan real y vital para el niño como la que vive en el hogar, en la vecindad o en el campo de juego” (pág. 55)
El mayor o menor énfasis en la necesidad de la globalización y de la interdisciplinariedad va aparejado con el debate acerca de la definición de curriculum y, por tanto, de las funciones que éste debe asumir en cada momento sociohistórico concreto.
Resulta obvio que la concepción y filosofía de la globalización y de la interdisciplinariedad no será la misma bajo una conceptualización positivista y conductista, que bajo un discurso dominado por la psicología constructivista y por una concepción filosófica inmersa en la Teoría Critica derivada de la Escuela de Frankfurt.
Desde una concepción funcionalista del curriculum (definido a partir de necesidades administrativas y como una serie estructurada de resultados de aprendizaje, cuya consecuencia es un curriculum completamente preespecificado y cerrado de antemano), parece claro que la interdisciplinariedad y la globalización como estrategia organizativa y metodológica queda reducida a un mero eslogan o a conceptos sin contenido.
Por el contrario, acepciones de curriculum tan abiertas como las sostenidas por Gail
MCCUTCHEON: “lo que los estudiantes tienen oportunidad de aprender en la institución escolar” (1982), o por Lawrence STENHOUSE como: “una tentativa para comunicar los principios y rasgos esenciales de un propósito educativo, de forma tal que permanezca abierto a discusión crítica y pueda ser trasladado efectivamente a la práctica” (1984, pág. 29), permiten hacer hincapié en las dimensiones procesuales y no exclusivamente en la vigilancia y control de los objetivos preespecificados. Dichas dimensiones posibilitan estar atentos a los acontecimientos no previstos, vigilantes ante el preocupante curriculum oculto; favorecen la revisión de aspectos que en otras concepciones más cerradas pasarían inadvertidos, a pesar de que ejercen una influencia decisiva, en la mayoría de las ocasiones.
Concepciones amplias del curriculum como las que venimos mencionando, en las que se presta atención a todo lo que sucede en las escuelas y en las aulas, ofrecen mayores ventajas. Entre otras razones, porque además de ofrecernos una guía abierta para la intervención educativa, incluyen los aprendizajes que el alumnado efectúa al margen de las intenciones del colectivo docente, bien sea por las relaciones de comunicación que establecen con sus pares, con el profesorado y otros adultos, o bien por el acceso a una mayor variedad de recursos (libros, películas, laboratorios, talleres, visitas, excursiones, etc.) que les proporcionan posibilidades de aprendizaje imposibles de prever por completo. Este tipo de concepciones del curriculum analizan de igual modo no sólo los conocimientos culturales que un curriculum selecciona e incluye, sino todo aquello que es excluido u omitido y que el alumnado aprende por tanto a no considerar siquiera como existente, normal o legítimo.
Con un curriculum así concebido es posible sacar a la luz las implicaciones sociales de la escolarización y del conocimiento que la institución académica promueve. En consecuencia, todo lo que las alumnas y los alumnos aprenden mediante un modelo de enseñanza y aprendizaje específico está determinado por variables sociales, políticas y culturales que interaccionan en un determinado espacio geográfico y en un particular momento histórico.
Como subraya Thomas S. POPKEWITZ (1987, pág. 61), “participar en las escuelas es participar en un contexto social que contiene pautas de razón, normas de práctica y concepciones del conocimiento”.
Este modo de planificar un curriculum debe implicar poner de manifiesto nuestros compromisos y creencias acerca de las funciones que tiene que cumplir la escolarización en nuestra sociedad, por un lado, partiendo de lo que pensamos sobre las posibilidades de las personas para adquirir conocimientos, destrezas, actitudes y valores y, por otro, de cómo se consigue todo ello. La pregunta fundamental a la que dar respuesta es cómo podemos contribuir a esa preparación de los que ya son ciudadanos ahora y no crisálidas, aunque, eso sí, no posean todavía un suficiente grado de autonomía. Un sistema educativo se crea y modifica con el propósito de contribuir a una capacitación de niñas y niños para asumir responsabilidades y para poder ser personas autónomas, solidarias y democráticas. Esta meta educativa es algo que debe condicionar la toma de decisiones en la planificación, desarrollo y evaluación de un curriculum.
Es en la institución escolar donde debe crearse un espacio ecológico que ofrezca posibilidades para la implicación en actividades y experiencias de enseñanza y aprendizaje de calidad e interés para todos los miembros que allí conviven, principalmente, el alumnado y el profesorado.
La finalidad de una propuesta curricular no se acaba en sí misma; su validez viene dada por la medida en que sirva o no para aquellos propósitos demandados a la educación institucionalizada en una sociedad democrática.
Un profesorado investigador y, al mismo tiempo, trabajando en equipo es algo consustancial a este modelo de curriculum.

3.3 Desarrollo histórico curricular en Colombia.

3.4 Planeación curricular.


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